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Testigo (2)

Protagonista (2)

Narrador testigo

Omnisciente (2)

Narrador omnisciente

Narrador protagonista

“Ana ya estaba enferma cuando la sobrecogió la catástrofe. Su enfermedad era melancólica: sentía tristezas que no se explicaba. La pérdida de su padre la asustó más que la afligió al principio. No lloraba; pasaba el día temblando de frío en una somnolencia poblada de pensamientos disparatados”

"Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes, trataron de acomodarlos y, en seguida, resolviéndose, hicieron una pelota achatada y la escondieron con pudor en un bolsillo del saco; me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse"

(2) Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva. Los dioses le habían dicho: “Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas y suena tu flauta”. El sátiro se divertía. Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina lira salió de sus dominios y fue osado a subir el sacro monte y sorprender al dios crinado. Este le castigó tornándole sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle, sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rocas pálidas. Él permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y rotunda que acariciaba el sol son su luz rubia. Todos los animales le rodeaban como a un amo a quien se obedece.

(2) Bajo la luz del flexo la mosca se quedó quieta. Alargué con cuidado el dedo índice de la mano derecha. Poco antes de aplastarla se oyó un grito, después el golpe del cuerpo que caía. En seguida llamaron a la puerta de mi habitación. –La he matado –dijo mi vecino. –Yo también –musité para mí sin comprenderle.

“Llegó el día de apartarme de la mejor vida que hallo haber pasado. Dios sabe lo que sentí al dejar tantos amigos y apasionados, que eran sin número. Vendí lo poco que tenía, de secreto para el camino, y con ayuda de unos embustes, hice hasta seiscientos reales”.

(2) Al terminar la proyección de la película, salió a la calle y recorrió dos manzanas, deteniéndose en cada portal para mirar las placas donde constaba el nombre y profesión de los inquilinos. Subió a un cuarto piso, llamó. La enfermera le dijo que el horario de consulta había finalizado. -Se trata de un caso urgente –replicó él, y entró sin que la enfermera pudiera impedirlo. El doctor estaba en el pasillo. -Le ruego que me atienda –dijo él-, acaba de sucederme algo tremendo. El doctor sonrió y le hizo pasar al despacho. -¿Qué le ha ocurrido? Entonces él contó lo que sigue...