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Había una vez un cachorrito peludo y hermoso de nombre Junior. El perrito había nacido junto a sus hermanos bajo el cuidado de su madre, pero un buen día la suerte de Junior cambió. Un chico que pasaba cerca de la guarida descubrió al perrito y decidió llevarlo consigo a casa. Con el tiempo, el chico se aburrió del cachorrito y lo dejó abandonado en las calles donde creció junto a las ratas, los gatos y otros perros que dormían a la intemperie y nunca tenían nada que comer. En pocas semanas, Junior se acostumbró a vivir como un perrito callejero, pero con la llegada del invierno, cada vez se hacía más difícil conseguir comida y el frío era tan intenso que el pobre perrito no podía dormir en las noches. Un buen día, la gata Cloe le dijo a Junior: “Pronto moriremos si no hacemos algo. Conozco un lugar lejos de aquí donde la comida nunca falta y el verano jamás se acaba. Ven conmigo, amigo”, y así fue como partieron temprano en la mañana Junior y Cloe. Anduvieron por largas horas atravesando el viento frío hasta que encontraron una cabaña abandonada a las afueras de la ciudad. El interior de la casita era cálido y en la despensa de la cocina los dos amigos pudieron encontrar algo de comida para calmar su hambre tan espantosa. Cuando se encontraban comiendo las sobras de un pan viejo, apareció una perra furiosa gruñendo y mostrando sus dientes a los intrusos que recién habían llegado. “Por favor, no nos lastimes” – gimió la gata asustada, y como por arte de magia, la perra cambió su aspecto y se quedó fijamente mirando a Junior. “Hijo mío”, dijo la madre al reconocer a su hijo y se abalanzó para llenarlo de mimos y caricias. Junior estaba confundido, pero al fin pudo reconocer el olor de su madre, y en poco tiempo arribaron también sus hermanos que habían crecido como él y eran ahora grandes y fuertes. Junior estaba tan contento que se había olvidado por completo de la gata, pero ésta interrumpió la reunión familiar para recordarles aquel lugar hermoso al que debían ir para escapar del frío. Todos estuvieron de acuerdo en emprender el viaje, y así lo hicieron con las primeras horas de luz de la mañana. A pocos pasos del lugar, encontraron un viejo caballo atado a un coche de madera. “Por favor señor caballo, llévenos en su coche lejos de aquí a un lugar donde nunca hace frío y la comida no escasea”, dijeron los animales casi al unísono. El caballo, que esperaba a su dueño mientras este dormía plácidamente en una cama al calor de la chimenea, no lo pensó dos veces y decidió unirse al grupo para escapar hacia aquella tierra maravillosa. Cuando ya habían recorrido varios kilómetros, los animales encontraron una cueva oscura y se dispusieron a pasar la helada noche. Entre tanta oscuridad, un topo les recibió con amabilidad, y al oír la noticia de aquel lugar tan hermoso les pidió que lo llevaran a él y a su familia para no padecer hambre nunca más. Al día siguiente, el caballo ató el coche a su cuerpo y partió junto a la gata Cloe, Junior, la madre y sus hermanos, y la familia del topo. Con gran entusiasmo, el grupo atravesó ríos y montañas, poblados y desiertos, pero el frío no disminuía, y a medida que el día avanzaba las fuerzas flaqueaban y no lograban avanzar. “Debemos descansar”, dijo el caballo al ver un viejo molino al costado del camino. Tan pronto se albergaron en el interior, el caballo volteó su coche para que los animales se acurrucaran, mientras el topo conseguía algo de leña seca para encender el fuego. La madre de los perros salió de caza y encontró afortunadamente un poco de comida para compartir entre todos, y finalmente, la gata Cloe se dispuso a acomodar la paja bajo el coche para que estuviesen más cómodos. Entonces, Junior se dio cuenta que habían encontrado ese lugar maravilloso en el que nunca más se sentirían solos y abandonados. El perrito comprendió finalmente que mientras estuviesen juntos siempre tendrían una esperanza de sobrevivir, y fue así como se quedaron en aquel lugar durante todo el invierno y por muchos largos años, celebrando la gran familia en la que se habían convertido.

En lo profundo de la selva, una vez vivió un enorme león de garras afiladas y colmillos horripilantes, pero a pesar de su aspecto tan feroz, aquel león de nombre Gentilio no era capaz ni de asustar a una simple mosca, y era tan bueno y gentil que los conejos y las aves jugaban a su alrededor sin temor alguno. La historia de nuestro león no es una historia cualquiera. Cuando la cigüeña lo trajo volando al mundo, Gentilio era una bola de pelos muy pequeñita, y como la cigüeña estaba atrasada en las entregas, mezcló al leoncito con siete corderitos de igual tamaño, y así partió hacia el rebaño de ovejas para entregar los nuevos bebés. Al verla acercarse, las ovejas se congregaron nerviosas y cuando por fin tocó la repartición, cada una de ellas logró llevarse un hermoso cabrito, excepto la oveja Bibi, que al ver a Gentilio por primera vez, se quedó enamorada del pequeño león y decidió criarlo y protegerlo con mucho amor y cariño. Cuando la cigüeña se dio cuenta de su error, ya era demasiado tarde. “Me he equivocado y debo devolver el león a su verdadera madre”, intentaba explicar la cigüeña mientras Bibi apretaba el leoncito contra su pecho. Cuando por fin se dio cuenta que no podría convencer a la oveja, la cigüeña se marchó refunfuñando mientras repetía: “Está bien, quédate con él y que tengas suerte”. Pero la verdad es que Gentilio no tuvo una niñez fácil. A pesar del amor de su madre, el leoncito no podía dejar de notar que era muy diferente al resto de las pequeñas ovejas. Con el paso del tiempo, le crecieron enormes dientes, garras puntiagudas y un rabo largo y peludo. Por si fuera poco, Gentilio nunca aprendió a saltar como el resto de sus amigos, ni tampoco sabía embestir o balar, que es el sonido que emiten las ovejas. Tanto se burlaban del pobre león que se la pasaba todo el día cabizbajo y llorando, excepto cuando su madre le consolaba y lo acurrucaba. Un buen día, Gentilio se acercó a un lago para beber agua, y como nunca había visto su reflejo se asombró de ver que no se parecía en nada a las ovejas con quienes vivía. Su nariz era ancha y acompañada de largos bigotes, su pelaje era amarillo, y sus orejas no eran puntiagudas, sino redondas y grandes. “Tengo la nariz ancha porque siempre tengo miedo, soy de color amarillo porque me paso todo el tiempo triste, y para colmo, mis orejas son redondas de tanto que he llorado. Soy el carnero más feo del mundo”, repetía entre sollozos el desdichado de Gentilio, sin saber que él no era una oveja, sino un león hermoso y fuerte. Toda la tarde se la pasó Gentilio asomado en el reflejo del lago, lamentándose de su horrible aspecto. Sin embargo, a la caída de la tarde, el león oyó varios gritos desesperados a lo lejos: ¡Eran las ovejas! Un terrible lobo las acechaba para comérselas, y cuando Gentilio arribó al lugar pudo ver que el lobo estaba persiguiendo nada más y nada menos que a su querida madre Bibi. Las ovejas corrían en todas las direcciones muertas de miedo, pero Gentilio no sabía qué hacer. El lobo estaba cada vez más cerca de atrapar a Bibi y cuando estuvo a punto de tragársela, Gentilio sintió algo raro en su interior. El miedo se había convertido en furia, y sin notarlo, había asomado sus enormes garras y sus colmillos mientras rugía con toda la fuerza de sus pulmones. Tan grande fue su rugido que todas las ovejas se quedaron inmóviles, y por supuesto, el lobo también se detuvo contemplando con asombro a Gentilio. Sin pensarlo dos veces, el lobo se mandó a correr a toda velocidad, huyendo lejos del lugar para nunca volver, y así fue como las ovejas pudieron quedar a salvo y respetaron desde ese día al noble de Gentilio, que aunque seguía jugando con las aves y los conejitos, nunca más pudieron burlarse de él.

En un lugar muy lejano llamado Pentagrama, habitaban animales que podían tocar instrumentos musicales. Los pájaros, los conejos, los zorros y los osos, cada uno de ellos llevaba su instrumento colgado en el cuello, y a cada minuto del día, entonaban bellas y agradables melodías que alegraban todo el bosque. En aquel lugar, vivía un pájaro flautista muy popular que todos admiraban por su talento. El pájaro era invitado a todas las fiestas y siempre animaba a todos a su alrededor entonando canciones maravillosas con su flauta. Cuando daba conciertos, los tickets se agotaban en instantes, y las personas se abarrotaban cerca de la entrada para poder admirar la gracia con que el distinguido pájaro manipulaba la flauta. Cierta mañana, el pájaro despertó como de costumbre en su habitación y, cuál fue su sorpresa al encontrar que su preciada flauta ya no estaba. ¿Cómo iba a poder interpretar sus bellas canciones? ¿Quién habría podido ser capaz de robarle su querido instrumento? Entre sollozos y sollozos, el pájaro descubrió una nota muy extraña sobre la puerta de su casita: “Hemos tomado tu flauta y no podrás tocarla nunca jamás. Serás la burla de todo el reino”. Al leer aquella nota, las patas endebles del pájaro comenzaron a flaquear, sintió un nudo en su garganta y no tuvo más remedio que inventar un catarro para poder justificar su ausencia en los conciertos que le esperaban aquel día. Tras una semana de agonía y lento pesar, el pájaro decidió llamar a sus tres amigas las urracas. “No lo podemos creer. Que crimen tan horrendo”, exclamaron al unísono las urracas revoloteando de furia. “Por favor, amigas, ayúdenme a recuperar mi flauta”, sollozaba el pájaro con las alas en la cabeza. “No queda otro remedio que buscarla en todos los rincones del reino. Incluso debajo de las piedras”, dijo una de las urracas y todos estuvieron de acuerdo. Sin tiempo que perder, el pájaro se disfrazó de flor, una urraca de gusano, otra de cucaracha, y la última se disfrazó de roca, y así salieron cada uno por su lado en busca de la flauta. El pájaro vestido de flor visitó todos los teatros y los lugares donde tocaban los animales, pero ninguno de ellos tenía su flauta. Al cabo de los días, cansado de tanto buscar, el pobre pájaro se dio por vencido. “Esto es todo. No busco más”, y dicho aquello se retiró a su casa para llorar de tristeza. Mientras tanto, la urraca disfrazada de gusano visitó los talleres de instrumentos en busca de una flauta llegada recientemente. Sin embargo, anduvo por horas entre violines, pianos y tambores, y tampoco tuvo buena suerte con su búsqueda. “Me cansé de buscar”, gritó quitándose el disfraz y volviendo a casa de su amigo el pájaro. Del otro lado del reino, la urraca disfrazada de cucaracha tampoco pudo regresar a casa con buenas noticias. Tras largo tiempo visitando las tiendas y los mercados, no pudo encontrar a nadie que estuviese vendiendo una flauta, así que regresó por el mismo camino a casa de su amigo el pájaro. Finalmente, la tercera urraca disfrazada de roca, se quedó inmóvil en un solo lugar del bosque, y aunque pasó largo tiempo sin probar bocado ni poder estirar sus alas, un buen día escuchó a dos topos que cuchicheaban atentamente escondidos en la yerba. “¿Estás seguro de que nadie nos escucha?”, preguntó el topo más pequeño. “No te preocupes, estamos solos”, contestó el segundo más gordo y viejo. “Pronto echarán del reino al pájaro flautista porque no tiene su instrumento” “Al fin nos libramos de ese idiota”, decían los topos riéndose en voz baja. Pero, lo que no sabían aquellos bribones era que la urraca disfrazada de piedra los estaba escuchando, así que regresó rápidamente a casa del pájaro para contarle lo sucedido, y una vez que llegaron a casa de los topos, esperaron a que estos se quedaran dormidos para entrar y quitarles la flauta que tanto había añorado el pájaro. Cuando cayó la noche, y tal como habían planeado, los cuatro amigos se colaron en la casita de los topos que roncaban y roncaban sumidos en un profundo sueño. Después de andar un rato buscando la flauta por fin la encontraron, pero ya era demasiado tarde. Los topos se habían despertado y habían trancado la puerta para que el pájaro y las tres urracas no pudieran salir. Asustado y temeroso, el pájaro tuvo entonces una brillante idea. “Tocaré mi flauta como solo yo lo sé hacer y las personas de todo el reino vendrán enseguida a rescatarnos”. Y así lo hizo el pájaro flautista. Tocó y tocó melodías hermosas y pronto la guarida de los topos se repletó de animales que corrían a escuchar las canciones del pájaro. Cuando llegaron al lugar, los habitantes de Pentagrama rescataron al pájaro y las urracas, y los topos recibieron un buen merecido por haberse robado la flauta.

Había una vez un esclavo al servicio de Roma, que escapó de su amo para refugiarse en el bosque. Su nombre era Androcles, y una vez en las montañas, decidió guarecerse de los guardias que le perseguían, y se ocultó en una enorme cueva. Aún en la tenebrosa oscuridad de la cueva, Androcles pudo notar la presencia de imponente león. La fiera se encontraba tumbada en el suelo con una pata herida, y ante la mirada del esclavo lanzó un rugido de dolor incontenible. “No temas, amigo león. Te ayudaré para que te recuperes pronto” le dijo Androcles conforme se iba acercando poco a poco al animal. En un comienzo, el león mantuvo su fiereza, hasta que, poco a poco, Androcles logró ganarse su confianza. El esclavo extrajo una flecha clavada en la pata del león, y curó su herida con agua limpia. Al cabo de un tiempo, Androcles y la fiera comenzaron a convivir con tranquilidad escondidos en la cueva. Cierto día que el muchacho salió en busca de alimentos, le capturaron los soldados del emperador, y le llevaron consigo a la ciudad para que sirviera en el circo. A los pocos días, Androcles fue arrojado a un foso pestilente. El lugar se encontraba repleto de personas curiosas y desesperadas por ver la batalla. Ante los ojos de aquel joven apareció un temible león, que venía acercándose hacia él con grandes zancadas. En ese preciso instante, el león quedó parado frente a Androcles y para sorpresa de todos, comenzó a rugir cariñosamente acariciando su cabeza contra el cuerpo del esclavo. “Emperador, perdone la vida de este esclavo, pues ha logrado someter al león” – gritaban a coro los presentes, y el emperador así lo hizo. Androcles fue puesto en libertad, y nunca se supo que aquel león, era en verdad aquel de la cueva que tanta amistad había hecho con Androcles.

La gratitud de la fiera

El perrito junior

El león cobardica

El pájaro flautista