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Una mujer que sufre y se esconde tras su llanto escandaloso. Suele deambular por las aldeas y no cesa su martirio. Algunas veces puede aparecerse como una mujer muy bella, otras veces, con su cara con perfil de cadáver. Siempre cree tener un hijo entre brazos, hijo que no existe.

En las altas horas de la noche, cuando todo parece dormido y sólo se escuchan los gritos rudos con que los boyeros avivan la marcha lenta de sus animales, dicen los campesinos que allá, por el río, alejándose y acercándose con intervalos, deteniéndose en los frescos remansos que sirven de aguada a los bueyes y caballos de las cercanías, una voz lastimera llama la atención de los viajeros.

Es una voz de mujer que solloza, que vaga por las márgenes del río buscando algo, algo que ha perdido y que no hallará jamás. Atemoriza a los chicuelos que han oído, contada por los labios marchitos de la abuela, la historia enternecedora de aquella mujer que vive en los potreros, interrumpiendo el silencio de la noche con su gemido eterno.

Era una pobre campesina cuya adolescencia se había deslizado en medio de la tranquilidad escuchando con agrado los pajarillos que se columpiaban alegres en las ramas de los higuerones. Abandonaba su lecho cuando el canto del gallo anunciaba la aurora, y se dirigía hacia el río a traer agua con sus tinajas de barro, despertando, al pasar, a las vacas que descansaban en el camino.