Prueba de lectura crítica
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El primer gran filósofo del siglo diecisiete (si exceptuamos a Bacon y Galileo) fue Descartes, y si alguna vez se dijo de alguien que estuvo a punto de ser asesinado habrá que decirlo de él. La historia es la siguiente, según la cuenta Baillet en su Vie de M. Descartes, tomo I, páginas 102-103. En 1621, Descartes, que tenía unos veintiséis años, se hallaba como siempre viajando (pues era inquieto como una hiena) y, al llegar al Elba, tomó una embarcación para Friezland oriental. Nadie se ha enterado nunca de lo que podía buscar en Friezland oriental y tal vez él se hiciera la misma pregunta, ya que, al llegar a Embden, decidió dirigirse al instante a Friezland occidental, y siendo demasiado impaciente para tolerar cualquier demora, alquiló una barca y contrató a unos cuantos marineros. Tan pronto habían salido al mar cuando hizo un agradable descubrimiento, al saber que se había encerrado en una guarida de asesinos. Se dio cuenta, dice M. Baillet, de que su tripulación estaba formada por criminales, no aficionados, señores, como lo somos nosotros, sino profesionales cuya máxima ambición, por el momento, era degollarlo. La historia es demasiado amena para resumirla y a continuación la traduzco cuidadosamente del original francés de la biografía: “M. Descartes no tenía más compañía que su criado, con quien conversaba en francés. Los marineros, creyendo que se trataba de un comerciante y no de un caballero, pensaron que llevaría dinero consigo y pronto llegaron a una decisión que no era en modo alguno ventajosa para su bolsa. Entre los ladrones de mar y los ladrones de bosques, hay esta diferencia, que los últimos pueden perdonar la vida a sus víctimas sin peligro para ellos, en tanto que si los otros llevan a sus pasajeros a la costa, corren grave peligro de ir a parar a la cárcel. La tripulación de M. Descartes tomó sus precauciones para evitar todo riesgo de esta naturaleza. Lo suponían un extranjero venido de lejos, sin relaciones en el país, y se dijeron que nadie se daría el trabajo de averiguar su paradero cuando desapareciera”. Piensen, señores, en estos perros de Friezland que hablan de un filósofo como si fuese una barrica de ron consignada a un barco de carga. “Notaron que era de carácter manso y paciente y, juzgándolo por la gentileza de su comportamiento y la cortesía de su trato, se imaginaron que debía ser un joven inexperimentado, sin situación ni raíces en la vida, y concluyeron que les sería fácil quitarle la vida. No tuvieron empacho en discutir la cuestión en presencia suya pues no creían que entendiese otro idioma además del que empleaba para hablar con su criado; como resultado de sus deliberaciones decidieron asesinarlo, arrojar sus restos al mar y dividirse el botín”. Perdonen que me ría, caballeros, pero a decir verdad me río siempre que recuerdo esta historia, en la que hay dos cosas que me parecen muy cómicas. Una de ellas es el pánico de Descartes, a quien se le debieron poner los pelos de punta, ante el pequeño drama de su propia muerte, funeral, herencia y administración de bienes. Pero hay otro aspecto que me parece aún más gracioso, y es que si los mastines de Friezland hubieran estado “a la altura”, no tendríamos filosofía cartesiana. Tomado y adaptado de: De Quincey, T. (1999). Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Alianza Editorial.
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Uno de los escenarios donde empezó a codearse el vallenato con la música que escuchaba y bailaba la burguesía –valses, mazurcas, canciones napolitanas– fue el de las colitas. Era este el nombre que recibían las ‘colas’ o finales de fiesta de la clase adinerada: bodas, bautizos, cumpleaños, festejos religiosos… Durante el sarao, mientras los señores se divertían con la música europea que interpretaba una precaria orquesta provinciana, los trabajadores pasaban la fiesta en la cocina y los galpones a punta de acordeón, guacharaca y caja. Despachada la orquesta, los de atrás eran invitados a pasar adelante, y patrones y vaqueros se sentaban a tomar y cantar juntos. Se ha discutido acerca del papel que cumplieron las colitas en esta historia. Algunos dicen que estos remates de fiesta fueron el pabellón de maternidad del vallenato, pues combinaron ritmos europeos y nativos: entre ambos dieron a luz los aires vallenatos. “Las colitas son el ancestro directo del vallenato moderno”, afirma López Michelsen. Pero parece más acertado pensar que las colitas no ayudaron a formar el género, sino a divulgarlo. Para empezar, esta clase de fiestas improvisadas no se conocieron en toda la región, sino tan sólo en la zona del Valle de Upar. En El Paso no hubo colitas. En muchos lugares del río tampoco. Y, por otra parte, los historiadores indican que las colitas surgieron a comienzos del siglo XX, cuando ya el vallenato había empezado a coger ritmo con el trío del instrumental clásico. En cambio, las piquerias y retos sí constituyeron desde el principio uno de los más efectivos moldes de creación, propagación y desarrollo del vallenato. La leyenda de Francisco el Hombre habla de su desafío con el diablo, a quien únicamente logra derrotar cuando le canta el Credo al revés. Los grandes acordeoneros viajaban durante días para acudir a piquerias, concertadas de antemano o a través de recados, como lo atestigua ‘La gota fría’: “Acordate Moralitos de aquel día / que estuviste en Urumita/y no quisiste hacer parada”. Tomado de: Samper, D. y Tafur M. (1997). 100 años de vallenato. Bogotá: MTM Ediciones.
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3. El autor cita el verso de La gota fría para apoyar la idea de que los acordeoneros viajaban para asistir a diferentes piquerías, porque en este se hace referencia a
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Con el siguiente fragmento comienza la novela “Sin remedio” de Antonio Caballero. Los sucesos tienen lugar en la madrugada. Los protagonistas son Escobar, un poeta frustrado, y Fina, la mujer con quien vive. A los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Desde la madrugada de sus treinta y un años Escobar contempló la revelación, parada en el alféizar como un pájaro: a los treinta y un años Rimbaud estaba muerto. Increíble. Fina seguía durmiendo junto a él, como si no se diera cuenta de la gravedad de la cosa. Le tapó las narices con dos dedos. Fina gimió, se revolvió en las sábanas; y después, con un ronquido, empezó a respirar tranquilamente por la boca. Las mujeres no entienden. Afuera cantaron los primeros pájaros, se oyó el ruido del primer motor, que es siempre el de una motocicleta. Es la hora de morir. Sentado sobre el coxis, con la nuca apoyada en el filo del espaldar de la cama y los ojos mirando el techo sin molduras, Escobar se esforzó por no pensar en nada. Que el universo lo absorbiera dulcemente, sin ruido. Que cuando Fina al fin se despertara hallara apenas un charquito de humedad entre las sábanas revueltas. Pensó que ya nunca más sería el mismo que se esforzaba ahora por no pensar en nada; pensó que nunca más sería el mismo que ahora pensaba que nunca más sería el mismo. Pero afuera crecían los ruidos de la vida. Sintió en su bajo vientre una punzada de advertencia: las ganas de orinar. La vida. Ah, levantarse. Tampoco esta vez moriremos. Vio asomar una raja delgada de sol por sobre el filo de los cerros, como un ascua. El sol entero se alzó de un solo golpe, globuloso, rosado oscuro en la neblina, y más arriba el cielo era ya azul, azul añil, tal vez: ¿Cuál es el azul añil? Y más arriba todavía, de un azul más profundo, tal vez azul cobalto. Como todos los días, probablemente. Aunque esas no eran horas de despertarse a ver todos los días. Nada garantizaba que el sol saliera así todos los días. No era posible. Decidió brindarle un poema, como un acto de fe. Sol puntual, sol igual, sol fatal lento sol caracol sol de Colombia. Y era un lánguido sol lleno de eles, de día que promete lluvia. Quiso despertar a Fina para recitarle su poema. Pero ya había pasado el entusiasmo. Quieto en la cama vio el lento ensombrecerse del día, las agrias nubes grises crecer sobre los cerros, el trazado plomizo de las primeras gotas de la lluvia, pesadas como piedras. Tal vez hubiera sido preferible estar muerto. No soportar el mismo día una vez y otra vez, el mismo sol, la misma lluvia, el tedio hasta los mismos bordes: la vida que va pasando y va volviendo en redondo. Y si se acaba la vida, faltan las reencarnaciones. El previsible despertar de Fina, el jugo de naranja, el desayuno. Tomado y adaptado de: Caballero, A. (2004). Sin remedio, Bogotá: Alfaguara, pp. 13-14.
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LA PÉRDIDA DE LA PRIVACIDAD El primer efecto de la globalización de la comunicación por Internet ha sido la crisis de la noción de límite. El concepto de límite es tan antiguo como la especie humana, incluso como todas las especies animales. La etología nos enseña que todos los animales reconocen que hay a su alrededor y en torno a sus semejantes una burbuja de respeto, un área territorial dentro de la cual se sienten seguros, y reconocen como adversario al que sobrepasa dicho límite. La antropología cultural nos ha demostrado que esta burbuja varía según las culturas, y que la proximidad, que para unos pueblos es expresión de confianza, para otros es una intrusión y una agresión. En el caso de los humanos, esta zona de protección se ha extendido del individuo a la comunidad. El límite –de la ciudad, de la región, del reino– siempre se ha considerado una especie de ampliación colectiva de las burbujas de protección individual. Los muros pueden servir para que un régimen despótico mantenga a sus súbditos en la ignorancia de lo que sucede fuera de ellos, pero en general garantizan a los ciudadanos que los posibles intrusos no tengan conocimiento de sus costumbres, de sus riquezas, de sus inventos. La Gran Muralla China no solo defendía de las invasiones a los súbditos del Imperio Celeste, sino que garantizaba, además, el secreto de la producción de seda. No obstante con Internet se rompen los límites que nos protegían y la privacidad queda expuesta. Esta desaparición de las fronteras ha provocado dos fenómenos opuestos. Por un lado, ya no hay comunidad nacional que pueda impedir a sus ciudadanos que sepan lo que sucede en otros países, y pronto será imposible impedir que el súbdito de cualquier dictadura conozca en tiempo real lo que ocurre en otros lugares; además, en medio de una oleada migratoria imparable, se forman naciones por fuera de las fronteras físicas: es cada vez más fácil para una comunidad musulmana de Roma establecer vínculos con una comunidad musulmana de Berlín. Por otro lado, el severo control que los Estados ejercían sobre las actividades de los ciudadanos ha pasado a otros centros de poder que están técnicamente preparados (aunque no siempre con medios legales) para saber a quién hemos escrito, qué hemos comprado, qué viajes hemos hecho, cuáles son nuestras curiosidades enciclopédicas y hasta nuestras preferencias sexuales. El gran problema del ciudadano celoso no es defenderse de los hackers sino de las cookies, y de todas esas otras maravillas tecnológicas que permiten recoger información sobre cada uno de nosotros. __________________________ Información que se recoge sobre los hábitos de navegación del usuario. Adaptado de: Eco, U. (2007). La pérdida de la privacidad. A paso de cangrejo. Bogotá: Random House Mondadori.
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6. En el tercer párrafo, cuando el autor menciona a las naciones que se forman fuera de las fronteras físicas, hace referencia a
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6. En el tercer párrafo, cuando el autor menciona a las naciones que se forman fuera de las fronteras físicas, hace referencia a
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El conocimiento no consiste en una serie de teorías autoconsistentes que tiende a converger en una perspectiva ideal; no consiste en un acercamiento gradual hacia la verdad. Por el contrario, el conocimiento es un océano, siempre en aumento, de alternativas incompatibles entre sí (y tal vez inconmensurables); toda teoría particular, todo cuento de hadas, todo mito, forman parte del conjunto que obliga al resto a una articulación mayor, y todos ellos contribuyen, por medio de este proceso competitivo, al desarrollo de nuestro conocimiento. No hay nada establecido para siempre, ningún punto de vista puede quedar omitido en una explicación comprehensiva (...). Expertos y profanos, profesionales y diletantes, forjadores de utopías y mentirosos, todos ellos están invitados a participar en el debate y a contribuir al enriquecimiento de la cultura. La tarea del científico no ha de ser por más tiempo “la búsqueda de la verdad”, o “la glorificación de dios”, o “la sistematización de las observaciones” o “el perfeccionamiento de predicciones”. Todas estas cosas no son más que efectos marginales de una actividad a la que se dirige ahora su atención y que consiste en “hacer de la causa más débil la causa más fuerte”, como dijo el sofista, “por ello en apoyar el movimiento de conjunto”. Adaptado de: Paul Feyerabend (1986). Tratado contra el método. Madrid: Técnos, pp.14-15
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8. El autor del texto aplica a la filosofía de la ciencia el principio del liberalismo, según el cual “todos los ciudadanos son iguales ante la ley y ante el Estado”. De acuerdo con esto, ¿cuál de las siguientes afirmaciones refleja de manera más directa la influencia de las ideas liberales?
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A mucha gente le gusta ver en los cuadros lo que también le gustaría ver en la realidad. Se trata de una preferencia perfectamente comprensible. A todos nos atrae lo bello en la naturaleza y agradecemos a los artistas que lo recojan en sus obras. Esos mismos artistas no nos censurarían por nuestros gustos. Cuando el gran artista flamenco Rubens dibujó a su hijo, estaba orgulloso de sus agradables acciones y deseaba que también nosotros admiráramos al pequeño. Pero esta inclinación a los temas bonitos y atractivos puede convertirse en nociva si nos conduce a rechazar obras que representan asuntos menos agradables. El gran pintor alemán Alberto Durero seguramente dibujó a su madre con tanta devoción y cariño como Rubens a su hijo. Su verista estudio de la vejez y la decrepitud puede producirnos tan viva impresión que nos haga apartar los ojos de él y, sin embargo, si reaccionamos contra esta primera aversión, quedaremos recompensados con creces, pues el dibujo de Durero, en su tremenda sinceridad, es una gran obra. En efecto, de pronto descubrimos que la hermosura de un cuadro no reside realmente en la belleza de su tema. No sé si los golfillos que el pintor español Murillo se complacía en pintar eran estrictamente bellos o no, pero tal como fueron pintados por él, poseen desde luego gran encanto. Tomado de: Gombrich, E. H. (2003). La historia del arte. Madrid: Random House Mondadori.
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10. ¿Cuál de los siguientes enunciados expresa un juicio de valor presente en el texto?
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11. ¿Cuál de los siguientes títulos podría ser el más adecuado para el texto anterior?
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